Te preguntaras amable lector de él porque de este
título tan poco halagador para todos aquellos conciudadanos nuestros que gustan
de alimentar su “egolatría” al mirarse una y otra vez en este singular objeto
denominado espejo. Pero la verdad, después de meditar sobre que escribir y al
ver la situación por la que atraviesa nuestra ciudad, creo que Dios me ha recordado
algo que desde antes de escribir y reflexionar, ya lo tenía presente. Es el
hecho de querer buscar una solución a cada uno de los problemas que enrojecen
(en sentido literal) nuestras calles, avenidas y colonias. Ese enrojecer
violento y exagerado que deja la sangre de inocentes y culpables, de ricos y
pobres, pero que al final de cuenta, es sangre de personas.
En algunos escritos que tenido la oportunidad de
compartir con anterioridad, me he esforzado por demostrar que el ser humano es
la obra por excelencia del Santo Creador, que a pesar de nuestra condición pecaminosa,
somos lo más grande que existe sobre la tierra. Pero hoy creo que es necesario
recordar que esa grandeza puede ser motivo de perdición. Saber que eso de ser
grandes puede subírsenos a la cabeza y no pasar haciendo otra cosa que
admirarnos a nosotros mismos, sin pensar en el otro.
Cierto que nos escandalizamos de muchas cosas: de la
guerra, de los desastres naturales y un sinfín de situaciones que intimidan
nuestra humanidad, y que muchas veces quisiéramos encontrar un responsable de
todo ello. Buscamos en nuestra vida “no a quien nos la hizo, sino a quien nos
la pague”. Y así se nos pasa la vida culpando a todos de la miseria que existe
alrededor nuestro, intentando con ello satisfacer nuestro deseo de “solucionar”
las cosas.
Pero bien vale la pena preguntarnos: ¿Qué será más
triste? ¿El caso de alguien que muere en un combate velico, o aquel pobre
mendigo que muere de hambre en aquel rincón de la ciudad?, ¿que acaso no matan
las dos situaciones? Tal vez aquel que murió en un combate, tuvo la oportunidad
de defenderse, pero el otro murió por no tener que llevarse a la boca. Tal vez
aquel murió en el combate porque sus adversarios eran mayores en número, pero
este murió porque sus vecinos (que eran también mayores en número) no pudieron
o no quisieron darle un poco de pan.
¿Qué es más doloroso? ¿Ver como mueren miles por causa
de un desastre natural o ver como mueren otros miles por causa de la violencia?
¿Que acaso las dos causas de muerte no
son desastres naturales, uno por la tierra y otro por el hombre, (ya que el
hombre también es parte de la naturaleza)?
El problema no es el mal en sí mismo, sino la indiferencia
con la que es tratado. Si, a veces el enemigo no es el otro, muchas veces el
enemigo se encuentra en nosotros mismos, en ese sujeto que se refleja cada vez
que se mira al espejo, que es víctima de sí mismo con su apatía, con sus
miedos, con su egoísmo. Cierto que somos grandes, pero no somos dioses. Somos
hombres, y como tales, tenemos que ayudarnos los unos a los otros. Se dice que
“el valiente vive, hasta que el cobarde quiere”, pues es buen tiempo para
demostrar que no somos cobardes, que nosotros somos dueños de nuestros temores,
que a pesar de ser limitados, somos grandes; que a pesar de que sea mucho el
mal en el mundo, los únicos héroes capaces de combatirlo, somos nosotros, los
que todos los días, nos miramos en el espejo. La familia que reza unida,
permanece unida; un mundo que reza es un mundo de paz.
P. Alexis Gándara Tiznado
Y es que a veces simplemente se nos olvida que venimos de un mismo lugar y queremos pasar por encima de los demás, con nuestros actos y o pensamientos, sin darnos cuenta que también nos estamos dañando. Todo sería mejor si por solo un momento dejáramos las banalidades de lado y también porque no, el orgullo y dar la mano a un hermano.
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